Poquito a poco, una a una, había ido recogiendo durante toda su vida las sonrisas con las que se había ido cruzando. Sólo le interesaban las verdaderas, esas que constituían un minúsculo porcentaje del total; tan minúsculo que ahora, después de más de diez años con esta afición, todas las que había recolectado las guardaba en una lata de galletas danesas de mantequilla, como la que su madre -y todas las madres del mundo- utiliza para guardar los hilos. Estaban un poco apretadas, eso sí, pero se resistía a cambiar de recipiente, pues en uno más grande las sonrisas se esparcirían y entonces tendría la impresión de que apenas había visto sonrisas sinceras, y eso le ponía triste.
Cuando encontraba una de esas, sincera, rara era la vez que no pintaba involuntariamente en su cara una sonrisa similar mientras, con disimulo y mucho cuidado para no estropearla, la recogía y la volcaba en su bolsillo. Al llegar a casa lo primero que hacía era extenderla sobre la cama, para que no se arrugase más; después abría la lata azul, reordenaba de formas cada vez más imposibles las que ya tenía, para hacer hueco y, finalmente, colocaba allí su nueva adquisición.
En su colección había de todo tipo. Las tenía de verdadera felicidad, superficiales (pero eso sí, sinceras, siempre sinceras), de las que salen solas cuando pensamos en algo feliz y creemos que nadie nos ve, tranquilas, algunas incluso hacían ruiditos y se acercaban más a la risa. Estas últimas las envolvía en un paño para amortiguarlas y poder dormir por la noche a gusto.
Pero hoy... Hoy había decidido cambiar de recipiente. Era un buen día, hacía sol y se sentía optimista, capaz de cumplir la nueva misión de llenar la lata nueva. Había escogido para la ocasión una vieja lata en la que antes guardaban magdalenas -aunque originariamente contenía un panettone-, y lo había querido así porque pensaba que, al haber contenido siempre cosas dulces, la tradición no se perdía y las sonrisas tardarían más en perder su sonrisa. Porque a veces pasaba eso, se perdían y entonces él se veía obligado a quitarla de la colección antes de que se contagiase al resto.
El verano pasado, por ejemplo, se fue de vacaciones y le confió la lata a uno de sus mejores amigos. Éste no se tomó en serio ni una sola de las palabras que le había dicho y cuando volvió descubrió que una sonrisa se había amargado y había contagiado a otras cuantas. Un desastre. Entre lágrimas, se vio obligado a deshacerse de un puñado de su colección, la cual disminuyó notablemente.
Pero hoy no. Hoy estaba cambiando de caja. Atrás quedaron las sonrisas amargadas, empezaba una nueva etapa. Y esta vez se llevaría la lata de vacaciones, ya no se la podía confiar a nadie, si lo que quería era llenarla.
[s.]
1 comentario:
Muchísimas gracias Sara, no sabes la ilusión que me hace que te acuerdes de mí cuando vivía en papel :)
Un beso muy fuerte y cruza en rojo cuando quieras...
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