La calle venía anoche cargada de verano, se llevaba a la gente como si fuese la corriente de un río. Olía a calor y esa sensación de las noches en manga corta te llenaba de ganas de respirar hondo y parar el tiempo. En el suelo, los adoquines se sentían por debajo de las sandalias todavía calientes por el sol. El murmullo de la ciudad empujaba a los niños a jugar sin acordarse de que al día siguiente -hoy- había colegio. Tampoco los adultos se libraban del hechizo y, desde su silla de terraza, disfrutaban de su cerveza sin acordarse de que al día siguiente -hoy- había que trabajar. Mientras, a su alrededor, el color naranja de las farolas recién encendidas se mezclaba con el azul eléctrico del anochecer propio de la fecha.
Ya pronto viene San Juan con el jolgorio de más y más gente por las calles, con los ojos titilantes por el fuego y las caras tirantes por el calor de las hogueras. Una muchacha le va diciendo a otra que este verano se irá a la playa con nosequién y, detrás, un grupo de estudiantes respira aliviado después de todo el día en la biblioteca. Ellos agradecen más que nadie que el verano haya llegado y aprovechan para saborear cada décima de segundo del camino que les lleva hasta su casa. También saben que mañana los espera otra ración de lo mismo pero prefieren no acordarse y así, involuntariamente, se unen a los niños que juegan y los adultos que beben...
La ciudad naranja se despierta de nuevo al llegar el verano.
Sara Riesco
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