La cama deshecha del día anterior y del anterior y del anterior, hasta los muebles te miran con ganas de salir corriendo y tú ya no sabes si tirarte de los pelos o del balcón. Quizás sea hora de buscar una salida. "¡Qué tontería!", piensas, "si la salida está ahí, al lado del baño" e inmediatamente después te odias a ti mismo por haber pensado algo tan sumamente absurdo; por eso y por no ser capaz ni de hablar contigo mismo de la triste situación en la que te encuentras.
Miras el reloj de la cocina, ves que son las dos de la tarde y piensas que desayunar a esas horas es de fracasados o de estudiantes y tú hace ya tiempo que dejaste de estudiar; este pensamiento te deja ensimismado, quizás como mecanismo de defensa o quizás como mecanismo de vaguería, para no tener que sentirte culpable.
El olor a tostadas y huevos quemados te hace volver en ti. Para cuando has conseguido limpiarlo todo ya son las dos y media y se te ha quitado el hambre. Decides ducharte y piensas que ya recogerás la pocilga que tienes por casa otro día; según te quitas la ropa te acuerdas de que hace dos semanas que te cortaron el gas por no poder pagar y el hecho de tener que ducharte con agua fría te pone aún de peor humor. En la ducha ya ni cantas, tu único fin es salir de ese chorro de agua helada antes de empezar a ponerte azul.
Es febrero, te pones cuatro capas de ropa que has encontrado tirada por tu habitación y decides salir a la calle aún con el pelo mojado. No sabes adónde vas ni por qué, sólo necesitabas salir de aquella ratonera un rato. Por la calle aún hay tiendas con luces de navidad, lo cual hace que sea aún más triste andar paseando de aquella guisa. De pronto ves que de frente viene tu casero, al que le debes ya dos meses, y decides cruzar la calle aprovechando que viene leyendo el periódico y aún no te ha visto.
El semáforo está en rojo, pero no vienen coches por la izquierda, así que cruzas hasta el centro. Tu casero te ha visto: o cruzas del todo ahora o pagas dos meses de alquiler a base de fregar platos en su restaurante. Y tú nunca has sido de trabajar. Por la derecha siguen viniendo coches, son dos carriles y es peligroso, pero tienes que cruzar. Cruzas. Una moto amarilla tiene que cambiarse al carril contrario para no atropellarte y un camión de reparto de cerveza da un frenazo tan brusco que, por el fuerte ruido, deduces que el coche de detrás ha empotrado en él todo su capó.
Pero has conseguido cruzar, por los pelos has salvado tu vida. Mientras pasas entre los coches aparcados miras para atrás y, durante una décima de segundo, ves que ya está yendo hacia ti junto con el encolerizado conductor del camión. Los nervios hacen que te olvides de subir el bordillo de la acera. Te tropiezas pero no te da tiempo a ver con qué.
Extrañamente, te levantas sin esfuerzo alguno y echas a correr. Unos metros más adelante miras para atrás y ves que tu casero y el señor del camión se han parado y ya no te siguen. Decides que ya has tenido tu ración diaria de incidentes y decides volver a casa aún con el pelo mojado y muerto de frío. Coges una manta y enciendes la tele. Son las tres, está el telediario y tú sales en él:
Un joven muere al tropezar con un bordillo y abrirse la cabeza tras provocar un accidente en cadena. Su casero afirma que vivía entre basura, acumulaba deudas y que era un poco extraño.
Por fin entiendes el por qué de tanto frío... y lo único que se te viene la cabeza es que al menos ya no tendrás que pagar más alquiler. Triste vida, la tuya.
Sara Riesco
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