1 de noviembre de 2010

Cuesta arriba y sin frenos

Pedaleas por las calles como si tu vida estuviese unida al de la cadena que chirría entre tus pies. No importa si ves un semáforo en rojo, porque para eso está, para saltártelo, no te puedes permitir parar. Un último esfuerzo, no dejes de dar pedales, no pongas el pie en al suelo. Un gato ha estado a punto de cruzarse y desbaratar todos tus planes, pero alguien -algún borracho, seguramente- te grita desde la acera que ya llegas. Das gracias a la existencia de estas personas y a que son las tantas de la mañana y que no hay coches impacientes, mejor dicho, conductores impacientes con el dedo pegado al claxon. También maldices el hecho de que tu casa se encuentre al final de quinientos metros de cuesta.

A estas alturas tus manos ya se confunden con el manillar, los neumáticos con tus pies y la dinamo hace más complicada la subida, pero no importa porque como dicen por ahí, no hay mal que por bien no venga y sabes que sin esa luz ahora podrías estar firmando tu muerte contra un contenedor, o a saber qué.

Una gota resbala por tu sien y sin querer tu mente automatiza el esfuerzo de tus piernas y, con el piloto automático en on, echa a volar. Los hilvanes de las calles van tejiendo el mapa en tu cabeza; la pescadería por la que pasas está metiendo la mercancía y el olor se pega a tu nariz mientras lo helado de la madrugada hace lo mismo con tus pulmones. Los ojos te lloran y la bufanda se te resbala, pero ya estás llegando.

Las farolas se apagan, deduces que ha empezado a amanecer y parpadeas sin ningún resultado, porque es ese momento del día o de la noche en que el cielo está negro, azul oscuro, azul claro y, en el otro extremo, un poco naranja. Ese momento, precisamente, en que ni las farolas ni el sol alumbran a nadie. Pero no importa, para algo está tu dinamo, que en ese preciso instante ilumina la puerta de tu casa...

Atraviesas el umbral congelado, la ropa se te pega y tu madre, o algo que no aciertas a ver qué es gracias al estado apocalítico de cada uno de tus órganos y miembros, agita un puño y grita algo desde la cocina. Pero no importa, porque acabas de llegar. Y además, ya huele a tostadas.

[s.]

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