A estas alturas tus manos ya se confunden con el manillar, los neumáticos con tus pies y la dinamo hace más complicada la subida, pero no importa porque como dicen por ahí, no hay mal que por bien no venga y sabes que sin esa luz ahora podrías estar firmando tu muerte contra un contenedor, o a saber qué.
Una gota resbala por tu sien y sin querer tu mente automatiza el esfuerzo de tus piernas y, con el piloto automático en on, echa a volar. Los hilvanes de las calles van tejiendo el mapa en tu cabeza; la pescadería por la que pasas está metiendo la mercancía y el olor se pega a tu nariz mientras lo helado de la madrugada hace lo mismo con tus pulmones. Los ojos te lloran y la bufanda se te resbala, pero ya estás llegando.
Las farolas se apagan, deduces que ha empezado a amanecer y parpadeas sin ningún resultado, porque es ese momento del día o de la noche en que el cielo está negro, azul oscuro, azul claro y, en el otro extremo, un poco naranja. Ese momento, precisamente, en que ni las farolas ni el sol alumbran a nadie. Pero no importa, para algo está tu dinamo, que en ese preciso instante ilumina la puerta de tu casa...
Atraviesas el umbral congelado, la ropa se te pega y tu madre, o algo que no aciertas a ver qué es gracias al estado apocalítico de cada uno de tus órganos y miembros, agita un puño y grita algo desde la cocina. Pero no importa, porque acabas de llegar. Y además, ya huele a tostadas.
[s.]
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