Cerré los ojos y me asomé al acantilado. Estaba muy alto, como a 80 metros, lo podía ver... pero sólo con los ojos cerrados. Me encantaba cómo las olas se estrellaban contra las rocas de abajo y sentir cuando, de vez en cuando, una demasiado violenta hacía temblar hasta la última piedrecilla y alguna gota llegaba hasta mi cara. El sonido de las olas no de fondo, si no en un primer primerísimo plano; un plano detalle, que lo llamaría yo. Ahora parece muy idílico todo, pero es que ¿hay algo más relajante? Las gaviotas, de vez en cuando, sonaban; es extraño cómo un sonido tan estridente como su graznido sea capaz de relajar. El poder de la asociación, claro. Seguro que a un pescador no le llama tanto a la relajación como a su oficio, pero qué le voy a hacer... por mucho que mis fines de semana de la infancia fuesen en la playa yo soy de interior. Pero eso da igual ya, quiero volver: vaivén de las olas, un acantilado, relax, gaviotas, brisa y un poco de agua marina en la cara... Vale, la gran roca puntiaguda (que no contenía a ningún rey león pero que sí pinchaba mucho) no era precisamente cómoda, pero mejor así... Con los ojos cerrados, me parece suficiente que ahora sea capaz de recordar todo aquello.
s.
1 comentario:
Se puede tener, en lo más profundo del alma,
un corazón cálido, y sin embargo, puede
ser que nadie acuda a él.
Vincent van Gogh
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