12 de febrero de 2011

Sucedió en la línea 5

Hace meses que tengo algo en la cabeza sobre lo que quiero escribir... Es una historia de metro. Quien me conoce sabe que a mí los transportes públicos me 'inspiran' mil cosas, pero especialmente este. La historia de la que hablo no es ni bonita, ni emocionante. Para mí más bien fue una mezcla entre risa, fascinación y, por qué no decirlo, repulsión. Si no me he decidido a escribirla antes es porque no he sabido cómo explicarlo lo suficientemente bien como para que no perdiese todo su valor...

Todo sucedió en la línea 5, camino de El Carmen. Yo, como cada vez que subo al metro, llevaba mis cascos puestos e iba bastante empanada observando a la gente... ¿Qué leerá esa chica? Seguro que a Ken Follet como todo el p*to mundo o cada vez estoy más convencida de que es cierto lo que dicen, el señor de la pegatina de la puerta que está atascado entre el vagón y el andén se parece a Dimitri... en fin, cosas normales; pero de pronto, subió un tipo un tanto extraño al vagón. Al principio pensé que era una de esas personas como las que vienen a cantar pasodobles con un ampli en un carrito de la compra. Y quien dice cantar pasodobles, dice tocar la guitarra o hacer una conga. Esto último no lo he visto, pero estaría bien. El caso es que aquel tipo no llevaba consigo ningún carrito de la compra, así que descarté la idea.

El hombre era de procedencia suramericana, (vamos a llamarle Brian José, por llamarle algo) medía aproximadamente 1,60 de altura, pelo corto, de punta y engominado (como todos los niños de mi clase han llevado alguna vez a lo largo de la primaria y la ESO)... nada particular. Sin embargo, acompañaba orgullosamente su nada particular físico con unos pantalones vaqueros anchos al estilo 'pata de elefante', de esos en los que me hubiese podido meter yo en una pernera (a modo de lomo embuchao, sí, pero hubiese entrado). También vestía una camiseta de tirantes negra, la cual estaba superpuesta por una camiseta de rejilla, de manga larga, de las que llegan a entrelazarse con los dedos. Ahora SÍ tenemos el lomo embuchado. Todo esto, acompañado de diversas cadenas de oro -no al estilo cani, más bien al estilo niño que acaba de tomar la comunión-, unas gafas de sol superpasti (ejemplo), unos cascos de a 3€ y una cinta negra en la cabeza le daban un aspecto -ahora sí- muy particular.

Pero lo sorprendente llegó en el momento en que las puertas se cerraron y Brian José se posicionó en la barra central del vagón medio vacío, mirando hacia los demás pasajeros -unos 10 ó 15- como diciendo 'miradme bien, os he elegido y vais a ser mi público de forma gratuita, aprovechadlo porque dentro de unos años seré mundialmente famoso y vosotros seguiréis viajando en metro'. Y ese pareció ser el último vestigio de que era capaz de notar nuestra presencia, pues al instante se llevó el dedo índice a la oreja izquierda cual presentador recibiendo noticias recientes, soltó su mano derecha de la barra, frunció el ceño, cerró los ojos y comenzó a hacer aspavientos como si de John Travolta en la pista de baile de Pulp Fiction se tratase.

Aún podríamos pensar que es una persona más queriendo llamar la atención, pero lo que hizo que el resto del vagón -ya nadie leía a Ken Follet, estábamos todos en silencio observando la jugada- terminásemos de abrir la boca fue que en aquel momento se arrancase a cantar boleros a grito pelao. Pero no cantar normal... ¿sabéis el efecto karaoke? Ese de cuando no te sabes la canción y te aventuras a cantar únicamente la última palabra de cada estrofa... pero sólo la última. Lo demás lo dices por lo bajini y al estilo nanenanenaninaii... pues así. Todo esto, acompañado con el famoso movimiento de pierna-cadera en el que, sin despegar la puntera del suelo, marcas el ritmo con el talón mientras lo acompañas todo con un movimiento de cadera lateral a lo Elvis de espejo retrovisor ¿me explico? Y el tío a su rollo, como si estuviese el sólo, ignorando a la masa de una forma tan olímpica que a mí, personalmente, me dejó a cuadros.

De verdad, no sé si habré captado bien la esencia del tipejo, me hubiese gustado hacerle una foto para ayudar, pero me pareció suficiente cantoso ver al resto del vagón con sus IPhones y Blackberries dándole al tema. Sólo sé que me llegué a quitar los cascos y que desde entonces he necesitado contarle a alguien lo que viví. Quién sabe, igual es cierto y dentro de unos años ese chico es el Cristiano Ronaldo de la música. Sea como sea, desde aquí mi granito de arena para lanzar a la fama a este humilde chico que un día se atrevió a realizar su sueño -o no- cantando en el metro de Madrid. Brian José, te queremos.

s.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El metro es fenomenal. ¿O no? Yo vi a un hombre discutiendo consigo mismo a través de un teléfono imaginario. Por lo visto había escrito un libro y un gilipollas no se lo quería publicar. Aunque el muy maleducado "colgó" sin decir ni adiós en cuanto salió del vagón...

sarasánchezgo dijo...

jajajajajaja qué bueno!
A mí en el bus solo me toca el típico viejo que respira con tal intensidad que parece que va a provocar un tsunami y la típica señora que viene de comprar en el Carrefour Express y va cargada con 20.000 bolsas de pescado que te llevan revuelta todo el P*to (más p*to que Ken Follet, a mí me gusta) viaje...

Anónimo dijo...

Gracias por tu comentario. Hoy te contesto aquí, que sé que estos los lees siempre. :)